Una historia de amor es como un edificio.
Al principio, cuando se entrega la obra, está flamante, limpio, cada elemento funciona, las puertas y ventanas encajan, aunque a veces es necesario hacer pequeños ajustes.
Cada propietario toma posesión de su espacio, y lo adapta a su gusto: lo hace más o menos bello, más o menos funcional, lo utiliza más o menos... Lo llena de cachivaches inútiles o lo amuebla con lo imprescindible. Esa fase es intensa, porque se construye y se planifica sin descanso.
Pasado ese primer tiempo de creación y adaptación, y si la construcción es de buena calidad, los habitantes del edificio simplemente lo viven y, si son considerados o responsables o previsores, lo cuidan. Cada año que pasa, se encuentran más cómodos, más en su casa. Es una etapa de tranquilidad, casi no hay que ocuparse de nada, porque cada elemento está en su período de funcionamiento óptimo.
Pero poco a poco, aparecen los primeros fallos... un grifo que gotea, una grieta en la pared, una ventana que no cierra bien, una puerta que hace ruido... Cada propietario tendrá su propio criterio para invertir más o menos esfuerzo, tiempo, dinero en reparar los pequeños desperfectos, que a medida que pasa el tiempo, van siendo de mayor envergadura...
Unas viviendas se deterioran más que otras, y la fachada del edificio presenta generalmente el mismo aspecto que la mayoría de las casas que contiene... Van apareciendo desconchones en las paredes, algún cable se descuelga, las bajantes y los canalones pierden lustre, incluso se desconectan... Pero si se van tomando las medidas adecuadas, si se van reparando los desperfectos a tiempo, si no se posponen las decisiones relativas a su cuidado, si no se escatiman medios, el edificio envejecerá dignamente, protegiendo del frío y de la lluvia, y de la hostilidad del exterior a las personas que lo habitan.
Por el contrario, si se acumulan los rotos y las disfunciones, si nadie se ocupa ya de apretar los tornillos que han quedado flojos con el uso o con el paso del tiempo, si la pintura pierde su color y se cae a trozos el estuco, pero nadie llama a los pintores, el edificio pierde su cualidad de refugio, de hogar, y perderá también a sus inquilinos. Irá, lentamente, desmoronándose, para acabar siendo una ruina deshabitada.
Si la construcción es buena, como dije, esto ocurrirá más tarde que temprano, pero ocurrirá igual.
Sí... una historia de amor es como un edificio.
(la foto se titula "de Raad, backside demolition", de docman)
¡Pues me ha encantado simplemente! Poco más que comentar.
ResponderEliminarCuidemos el edificio más cuando dicen que hoy en día 2 de cada 3 caen... y eso solo de los que tienen licencia de obra.
Carlos, muchas gracias por tu comentario. No sé si los datos que das son de la realidad o de la metáfora, pero en cualquier caso, son impresionantes y dan qué pensar.
ResponderEliminarHacía mucho que nadie comentaba en el blog,así que me has alegrado el día.
Gracias otra vez :)
Estoy totalmente de acuerdo, Nicolasa. Lo malo de esto es que hay que hacer un esfuerzo consciente para cuidarlo, porque la rutina nos anestesia los sentidos y nos anula la percepción del riesgo que supone no poner algo de nuestra parte.
ResponderEliminarY merece la pena hacer ese esfuerzo, porque duele mucho ver el edificio en ruinas aunque no fuera el más hospitalario...
Besos, hermosa.
Para empezar ya he puesto una lista de dos o tres arreglillos que ibamos dejando de lado en mi casa y este fin de semana nos ponemos manos a la obra si o si, aunque solo sea por el susto de la imagen.
ResponderEliminarAhora en serio, es una metáfora perfecta, solo que raramente en las personas a veces esos edificios no caen, es verdad que raramente, pero si existen los que se cuidan tan bien tan bien que no solo no caen sino que no se deterioran y ya en la vejez más profunda lucen como los majestuosos edificios históricos que tanto nos maravillan y que desafían al tiempo.
Pero si, eso es extremadamente extraño.